El espacio exterior es un lugar hostil.
Por Alejandra Arreola

Los seres humanos somos organismos mesófilos, a quienes nos gusta que la temperatura fluctúe entre los 15 y 30 grados, que haya una atmósfera respirable que ejerza una presión moderada sobre nuestros cuerpos y que la gravedad nos mantenga pegados al suelo, entre otras comodidades.

Cualquier sitio que no cumpla con estas características es considerado, para todos fines prácticos, inhabitable. En el espacio no hay atmósfera, ni gravedad y la temperatura fluctúa entre los gélidos doscientos grados bajo cero a la sombra y más de 120 grados si nos pega directamente la luz del Sol.

Además, hay que tomar en cuenta el viento solar, que en la Tierra es desviado por los cinturones de Van Allen, pero fuera de este manto protector, convierte al espacio en algo parecido a un horno de microondas de proporciones cósmicas.

Nuestros cuerpos están tan acostumbrados a vivir en la Tierra que no somos conscientes de la manera en que la Tierra, su temperatura, su atmósfera y sobre todo su gravedad, influye en el comportamiento de nuestro cuerpo.

El cuerpo humano tiene altos estándares de calidad.

Siempre procura mantener sus niveles – de oxígeno, de azúcar, de agua, etc.- dentro de unos márgenes conocidos y con muy poca variación. A esto se le llama homeostasis. Si, por ejemplo, el nivel de azúcar sube, se libera insulina para que regrese a la  normalidad; si el azúcar baja demasiado se libera glucagón, si hace calor, sudamos para bajar la temperatura y si hace frío tiritamos. Si por algún motivo no podemos regular estos niveles, entonces nos enfermamos.

En el espacio, el principal enemigo de la homeostasis es la falta de gravedad.

Mientras que aquí en la Tierra la gravedad jala la sangre hacia nuestros pies, en el espacio la sangre se concentra en el pecho y la cabeza. Estos cambios confunden al corazón, que no sabe de gravedad, y hacen que se esfuerce más.

Para  volver a la homeostasis, se libera una hormona, el péptido auricular natriurético, cuyo trabajo es deshacerse de este “exceso de volumen” aumentando la diuresis, es decir, poniendo a los riñones a trabajar horas extra y a los astronautas a orinar frecuentemente.

Toda esta pérdida de líquidos dará al cuerpo la idea que la sangre se ha vuelto muy densa, y tratará de compensar esto destruyendo una buena parte de los glóbulos rojos, que de cualquier manera no necesita, pues ha disminuido también la demanda de oxígeno. En pocas palabras, para mantener la homeostasis en el espacio un astronauta “sufrirá” anemia y deshidratación.

Otro de los problemas más serios que enfrentan los astronautas es la pérdida de masa muscular y masa ósea. En la Tierra, nuestros músculos y huesos están adaptados a cargar con su propio peso. En el espacio, al no haber gravedad, las cosas carecen de peso, por lo que nuestros músculos trabajan menos y comienzan a atrofiarse, se vuelven débiles. 

La pérdida de masa ósea es un asunto más preocupante y más difícil de resolver. El tono muscular puede mantenerse en el espacio mediante rutinas de ejercicios a base de ligas, cuerdas y poleas, pero aún no hemos encontrado una manera de evitar la pérdida de calcio en el espacio.

Debido a los cambios fisiológicos que trae la ingravidez, los huesos pierden 0.5% de calcio al mes. Ese porcentaje no parece mucho, pero es la principal limitante para los viajes espaciales largos. Mientras el astronauta esté en órbita, la pérdida de hueso no será un problema, pero en cuanto ponga pié en cualquier planeta, esta osteoporosis prematura lo hará mucho más propenso a las fracturas, que podrían poner en riesgo la misión, o su vida.

La sangre acumulada en la parte superior del cuerpo trae a los astronautas otros problemas que si bien no son graves, ciertamente son muy molestos.  Los sentidos se atrofian. Los astronautas pierden el sentido del olfato como si tuvieran un resfriado permanente, aunque esto tal vez sea ventajoso, ya que las naves espaciales son un espacio cerrado, con poca circulación de aire y no suelen oler muy bien.

El sentido del gusto también se modifica, haciendo más difícil percibir el sabor de los alimentos,  y la atmósfera delgada dentro de la nave, aunada al ruido de la maquinaria impide que los astronautas puedan escucharse con claridad. El sentido que más se ve afectado es el del equilibrio. En la Tierra, si giramos o ladeamos la cabeza  la interacción de los otolitos con las cerdas dentro de los canales semicirculares dentro de nuestros oídos informarán al cerebro de la posición en la que se encuentra con respecto al resto del cuerpo, incluso con los ojos cerrados.

En el espacio la falta de gravedad hace que los otolitos floten, y por lo mismo, no pueden interactuar con las cerdas de los canales semicirculares, por lo que el cerebro no tiene idea de la posición del cuerpo. Un astronauta pasa los primeros días en el espacio mareado y desorientado. Con el tiempo, el cerebro aprenderá a ignorar las señales que el oído medio envía y se basará únicamente en la información que le llega a través de la vista, utilizando los letreros y la organización de los paneles de instrumentos en la nave como única referencia de “arriba” y “abajo”.

Alguna vez escuché, en una conferencia impartida por uno de los médicos del programa Apollo, que el primer electrocardiograma recibido desde el espacio fue una gran sorpresa. El ritmo cardíaco del astronauta era tan lento que de estar en Tierra hubiera sido llevado de inmediato a la sala de cuidados intensivos, y sin embargo, el astronauta se sentía perfectamente bien.

Ese día aprendió que lo que en la Tierra se considera patológico, fisiológicamente hablando, en el espacio es normal.

Sí, los seres humanos somos organismos mesófilos, cuyo cuerpo está muy acostumbrado a las comodidades que ofrece el planeta Tierra, y sin embargo, muchos de nosotros preferimos sacrificar esta cómoda seguridad en aras de nuestra curiosidad científica.

Los cambios que sufre el cuerpo humano en el espacio nos desorientan, nos deshidratan, nos provocan una falsa anemia, nos pueden llegar a causar osteoporosis y sin embargo, cada minuto que cualquiera de nuestros congéneres pasa allá arriba nos devuelve invaluable información que nos permite entender a nuestro planeta, desarrollar mejor tecnología y sobre todo, nos deja lecciones invaluables sobre el cuerpo humano y su maravillosa capacidad de adaptación.

Hasta la próxima..
Alejandra Arreola
Sociedad Astronómica del Planetario Alfa.