De carne y hueso.
EDWIN HUBBLE (1899-1953)
¡Querida, expandí el Universo! — A propósito del Hubble, 20 años no es nada

”¿Por qué, Dios mío me hiciste tan perfecto?
¿Por qué, Señor no me diste algún defecto?
Yo sufro tanto por ser tan diferente, quiero ser feo como toda la gente.”

Gordolfo Gelatino

Existe la teoría —Trino dixit— de que la mayoría de los virtuosos son chocantes, o al menos así los percibimos los demás.

Había una vez un chico chocante, que se apellidaba bastante, pues aseguraban que en su torrente sanguíneo no viajaban glóbulos rojos, sino balines de plomo. No cae muy bien que el mismo muchacho de los dieces sea al mismo tiempo el atleta vigoroso campeón de natación, el mejor encestador del equipo de baloncesto, el campeón universitario de la carrera de los cien metros y el Tarzán salvavidas del equipo de rescate.

Por supuesto que también nos molesta —¿o tal vez admiramos?— que esta clase de tipos ganen, como una vez ganó el personaje de nuestro relato en una competencia atlética en 1906, salto de garrocha, lanzamiento de bala, de disco, de martillo, salto de altura, carrera de obstáculos, y era, además, a decir de muchos, bastante bien parecido.

Todo eso y más en un solo empaque llamado: Edwin Hubble.

El tipo era una especie de Errol Flynn mezclado con Cary Grant y si alguno lo hubiese lanzado a Hollywood, el hombre habría sobrevivido a sus anchas.

Tanto talento, dicen, lo convirtió en una gran masa de ego humana llamada Edwin Powell Hubble. Si hubiese sido futbolista se habría llamado Ego Sánchez, convirtiéndose en el candidato eterno al premio de El higadito del Año.

Graduado de la Universidad de Chicago como alumno de física y astronomía, decide estudiar leyes; prontamente, en una especie de intercambio de alumnos —Rhodes Scholars— con la universidad de Oxford, Edwin viaja a Inglaterra donde permanece tres años para adquirir conocimientos, cultura y ese aire de mundo del que ya nunca se desprendió. —Charm para que me entiendan—

Edwin, este chico de Missouri, EUA, al tiempo que empezó a hablar con ese inconfundible acento británico, se compró una boina, un saco tweed, una pipa, un gato al que pomposamente nombra Copérnico, y enarcando una ceja dijo, prefigurando al no menos carismático mexicano Gordolfo Gelatino: ¡Ahí, madre!

ANTECEDENTES

Los ascensores de la Torre Eiffel, en París, fueron construidos por un tal William Hale; este señor tenía además de muchísimo dinero, un hijito muy inquieto e inteligente llamado George. Al niño le gustaban los telescopios y su papá lo tenía al día con juguetitos con los que ejercía esa pasión temprana por la astronomía. Cuando crece el joven Jorgito, le nombran el primer director del Observatorio Yerkes, en Chicago.

El mecenas de dicho observatorio había sido el magnate de los tranvías Charles Yerkes, a quien convencieron de que invirtiera en tal proyecto, cuando recién salido de la cárcel, acusado de desfalco buscaba una oportunidad de darse unos baños de pureza invirtiendo en un noble proyecto. En Yerkes aprendió el joven Hale lo importante que era añadirle pulgadas a los espejos de los telescopios para alcanzar más años–luz en el espacio.

Su papá le había comprado un telescopio de 60 pulgadas —1.50 metros— y después en compañía de otro empresario, John Hooker, en 1918 se construyó el telescopio Hooker, que se mantuvo como el mayor del mundo durante treinta años.

George Ellery Hale es considerado por muchos como el fundador de la astrofísica de observación y fue el promotor y responsable de la construcción de cuatro telescopios, cada uno de los cuales fue el más grande del mundo: el de Yerkes, los dos del Monte Wilson, y el de Monte Palomar. Vaya con el muchacho.

Bien, en 1904, Hale se traslada a California. Desde ahí le manda llamar a Edwin Powell Hubble, de treinta años de edad, para que se uniera al importante proyecto del Observatorio del Monte Wilson. Para ponerle salsa a la cosa, Hale también contrata —entre otros— a Harlow Shapley, descollante astrónomo que determinó la situación de nuestro Sol en la Vía Láctea— y quién sería uno de los que más chocaría con la figura imponente de Hubble y con el que llegó a tener una sabrosa esgrima neuronal.

CONTEXTO DE LO QUE HUBBLE DESCUBRE

En 1929, Edwin Hubble descubrió el efecto que lleva su nombre. Señaló la existencia de un desplazamiento en las líneas espectrales de las galaxias, y concluyó que se estaban separando entre sí, con mayor velocidad cuanto más lejanas estaban de nosotros. La mejor explicación de esto era que el Universo entero se estaba expandiendo. En las ondas luminosas, la expansión hace aumentar su longitud de onda y que todos los colores se desplacen hacia el rojo. La medida de este desplazamiento hacia el rojo permite extraer conclusiones sobre la velocidad de expansión del Universo. (Ganten 286)

Todo empezó con un perfecto desconocido

Un astrónomo con nombre intergaláctico llamado Vesto Slipher, en el Observatorio Lowell de Arizona, estaba haciendo lecturas espectrográficas de estrellas lejanas cuando creyó descubrir que éstas estaban alejándose de nosotros. Es decir, parecía que el Universo no era estático. ¡En la Torre! Eso hoy hasta nos pudiera dar risa, pero hace ochenta años, era casi una blasfemia. Las estrellas que Slipher observaba parecían mostrar indicios de un cambio Doppler. Sí, ese efecto que producen los autos cuando pasan a toda velocidad frente a nosotros y que es un zumbido yi yiummmm prolongado. (Bryson 2004)

Pues bien, ¿qué creen? También se aplica ese fenómeno a la luz y, en el caso de las galaxias en retroceso, se conoce como un desplazamiento al rojo. Me explico. La luz que se aleja de nosotros se desplaza hacia el extremo rojo del espectro; mientras que la luz que se aproxima cambia hacia el azul. Yo creo que de ahí viene eso del piropo mexicano que dice a las chicas guapas “Mi vida, usted de azul y yo azulado” —Sí, soy cursi melcocha— Es decir, entre más cerca, más azul. Sí me entienden ¿verdaaaaaaaad? —Sabios, absténgase.

Bien, por desgracia, Slipher no era conocido de nadie a excepción de sus amigos cercanos y parientes que le acompañaban de modo que la cosa no pasó a mayores. Slipher no tenía ni idea de la Teoría de la Relatividad y tampoco conocía a Einstein, ni Einstein conocía a Slipher. Pero esa es oootra historia.

La gloria eres tú

La gloria pasaría a Edwin Powell Hubble. Empecemos por recordar que en aquellos tiempos se creía que todo lo que se miraba en el cielo era parte de nuestra misma Galaxia. Sí, ya se, ahora sabemos que hay miles de millones de galaxias, pero entonces, no. Hoy, los astrónomos creen que pudiese haber unas 140,000 millones de galaxias, cualquiera que sea ese, ú otro número.

En 1919, cuando Edwin, nuestro dandy personal —y cualquier otro—se asomaba al telescopio, el número de galaxias que se “sabía” que existían era exactamente una: la Vía Láctea. No había más. Al menos para los terrícolas de entonces. Se creía que todo lo demás o bien era parte de la Vía Láctea, o bien una de las muchas masas de gas periféricas lejanas. Hubble no tardó en demostrar lo errónea que era esa creencia. (Bryson 2004)

Durante diez años, Edwin se dedicó a dos cuestiones ¡y vaya cuestiones! La edad y el tamaño del Universo. Se requería conocer dos cosas: Qué tan lejos están las galaxias y que tan de prisa corren. Pues bien, había que tener puntos de referencia: Saber dónde está la vecina, no tiene chiste, pero hablar de galaxias vecinas, la cosa cambia.

El desplazamiento hacia el rojo, le daba a Edwin la velocidad. Pero, ¿y la distancia a la que estaban inicialmente?

Miss Henrietta Leavitt

¡Ajá! Edwin, además de brillante, ¡tenía suerte! Una mujer talentosísima —misóginos, pueden convulsionar— llamada Henrietta Leavitt había encontrado lo que sería el punto de referencia para resolver el enigma de la distancia relativa de las estrellas; Henrietta las llamó “candelas tipo”. Resulta que Henrietta había cambiado los sartenes de la cocina por las placas fotográficas del Observatorio de Harvard en Cambridge. —A las mujeres que trabajaban ahí se les llamaba calculadoras—

Henrrieta invertía cientos de horas revisando miles de placas fotográficas tomadas con el telescopio refractor de 60 centímetros de la estación de Harvard en Arequipa, Perú. Una de sus tareas era identificar estrellas variables.

Ese trabajo era lo más cercano que las mujeres se podían aproximar a la astronomía; estaban desplazadas hacia el rojo en el universo machista de la astronomía; en este sistema injusto para el género, —como una extraña paradoja— el trabajo rutinario de revisar miles de tomas fotográficas del cosmos fue apreciada por las mejores inteligencias femeninas. Donde la sensibilidad masculina no alcanzó, la femenina logró captar y apreciar la delicada estructura del cosmos, ámbito negado muchas veces a sus colegas masculinos.

Un latido cardíaco estelar

Henrietta se dio cuenta que había unas estrellas allá por la constelación de Cepheus — de ahí que se llamen estrellas ceféidas, pues— que latían a un ritmo regular; aunque las ceféidas son raras, hay una muy conocida que es la estrella polar. Miss Leavitt detectó un total de 25 ceféidas. (Asimov 46)

A Henrrieta se le había asignado un pedazo de cielo, allá donde están las Nubes de Magallanes: estas Nubes son dos grandes manchas filamentosas de una luz de brillo suave que parecen tramos separados de la Vía Láctea. Henrrieta se da cuenta que cuanto más brillante es la ceféida, tanto más largo es su ciclo de variación. La función período–luminosidad que descubrió esta mujer se convirtió en la piedra angular de la medición de distancias de la Vía Láctea. (Ferris 138)

Ahora se sabe que las ceféidas son estrellas viejas que se han convertido en gigantes rojas y si queremos ser sencillitos diríamos que queman el combustible que les queda de una manera que produce una iluminación y un apagado muy rítmicos y fiables. El mérito de Henrrieta fue darse cuenta de que, comparando las magnitudes relativas de ceféidas en distintos puntos del cielo, se podía determinar dónde estaban unas respecto de otras. (Bryson 137)

Harlow Shapley y su mapa estelar galáctico

Saphley había descubierto que los cúmulos globulares están distribuidos a través de una extensión esférica de espacio, y que el centro de esta esfera no está, para nada, cerca de nuestro Sol, sino más allá de las estrellas de Sagitario. En un osado mega salto intuitivo, Shapley conjetura que el centro de los cúmulos globulares es también el centro de la Galaxia. —como más tarde se comprobó— El mismo Shapley lo expresa así: “Los cúmulos globulares son una especie de armazón, un vago esqueleto de la Vía Láctea.” (Ferris 137)

En lo que Shapley se equivocó fue en los cálculos de las distancias. Él y otros habían estimado antes de esto la dimensión de nuestra Galaxia entre quince y veinte mil años luz. Ahora, disponiendo de su trabajo con las variables ceféidas, Shapley la estimó en trescientos mil años luz (Se pasaron). Shapley y otros subestimaban lo que podían oscurecer las nubes y polvo interestelar a las estrellas distantes. Shapley había hecho un mapa estelar de la Vía Láctea y pareciera que se había enamorado de él. Empezó a concebir a nuestra Galaxia como “un todo” como si fuera prácticamente el Universo entero y que lo que “sobraba” eran nebulosas espirales subordinadas o sus satélites.

Un astrónomo no estaba de acuerdo con Shapley: Hebert Curtis. Se dieron un encontronazo y determinaron que el veredicto tendría que venir del cielo mismo. Curtis decía que las nebulosas espirales eran galaxias.

Aquí se aparece nuestro personaje. ¡Querida, expandí al espacio!

Si había algo que le fascinaba a Hubble, era enfurecer a Shapley, cosa que lograba con suma facilidad.

Hubble, un hombre con alta estima de sí mismo, hacía parecer que todo lo que se proponía, se viera fácil. Había comenzado su trabajo determinando las distancias de algunos fragmentos de estrellas —nebulosas—

Como quien se enfrenta a una competencia, Edwin sacó decenas de fotografías de M33 y de su vecina M31, la espiral de Andrómeda, y con el tesón y carácter de alguien que sabe lo que quiere, halló en ellas lo que más tarde llamó “densos enjambres de imágenes que en ningún aspecto difieren de las estrellas ordinarias”.

En las placas de Hubble aparecieron pequeños puntos luminosos que parecían estrellas. Que lo fueran, eso ya era otra cosa, opinaban los demás. Pero Hubble conocía la técnica de Henrrieta y sus ceféidas. Este hombre elegante, imperioso y decidido usa el nuevo telescopio de 2.5 metros del Monte Wilson y como sólo un obsesivo compulsivo y atleta de la determinación podría hacerlo, comenzó a fotografiar una y otra vez comparando las placas para ver si encontraba estrellas cuyo brillo hubiese variado (Ferris 138).

Pues sí, Hubble encuentra lo que buscaba, el 19 de febrero de 1924. Inmediatamente, le escribe una nota a Shapley, que ya se había ido de director del observatorio de la Universidad de Harvard.

— ¿Qué cree?, le dice: “encontré una variable cefeida en la nebulosa de Andrómeda”.

Lo que sigue no lo dijo, pero yo soy un exégeta silvestre:

Lero lero, estas estrellas están más allá de lo que plantea su mapa estelar de la Vía Láctea que sólo contempla trescientos mil años luz—

Hubble estimó 1 millón de años luz de distancia a estas estrellas. Aunque su estimación se quedó a la mitad, fue un paso que cambió la percepción del cosmos, de una vez y por lo menos hasta este siempre que conocemos.

Shapley, enfurecido, le espetó algo así como: “¡Já! es lo más divertido que he leído en mucho tiempo” “y más le vale reconocer que yo llevo mano en el uso de las variables ceféidas”.

En 1925, en la una reunión de la Sociedad Astronómica Americana y la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, en Washington, se presentó al artículo de Hubble anunciado que había encontrado ceféidas en las nebulosas espirales y ahí se inició la compresión de la humanidad de que vivimos en una de muchas galaxias.

Más adelante, Hubble continuó buscando ceféidas y encontrándolas, y no solo ceféidas, sino también novas y estrellas gigantes, dando validez a las mediciones de las distancias.

La búsqueda de Hubble, su exploración del Universo, penetró profundamente en el reino de las nebulosas y desplazó gradualmente los límites del espacio conocido.

Ver http://www.astrocosmo.cl/biografi/b-e_hubble.htm

Hubble enuncia la ley que lleva su nombre

Hubble descubrió que cuanto más lejos estaba la galaxia, más alta era su velocidad de recesión. A esta relación se la conoce como la ley de los desplazamientos hacia el rojo o ley de Hubble. Determina que la velocidad de una galaxia es proporcional a su distancia. La relación entre la velocidad de recesión de una galaxia y su distancia es la constante de Hubble. El valor de esta constante se calcula que está entre los 50 y los 100 Km./s por mega pársec (1 mega pársec equivale a 1 millón de pársec), aunque los datos más recientes apuntan a un valor comprendido entre los 60 y 70 Km./s por mega pársec.

Como parece que las galaxias retroceden en todas direcciones desde la Vía Láctea, se podría pensar que nuestra Galaxia es el centro del Universo. Sin embargo, esto no es así. Imaginemos un globo con puntos uniformemente separados. Al inflar el globo, un observador en un punto de su superficie vería cómo todos los demás puntos se alejan de él, igual que los observadores ven a todas las galaxias retroceder desde la Vía Láctea. La analogía también nos proporciona una explicación sencilla de la ley de Hubble: el Universo se expande como un globo.

Ver http://www.astromia.com/biografias/hubble.htm

LA ANÉCDOTA

Cuando Einstein aplicó su teoría a todo el Universo, encontró que hacía una extraña predicción: todo el espacio debía ser dinámico, y ya sea para contraerse o expandirse.

A Hubble, —de quien se burlaban algunos diciendo que no le entendía a la Teoría de la Relatividad—, le interesaba que Einstein conociera su descubrimiento, por lo que envió a un ayudante a la casa del genio de la relatividad para invitarlo a visitar las instalaciones del observatorio del Monte Wilson.

La esposa de Einstein cuando abrió la puerta se encuentró al joven ayudante de Edwin.

—Señora, vengo de parte de Mr. Hubble a invitar a Mr. Einstein a conocer el más grande descubrimiento en el mundo de la astronomía.

La esposa pone cara de interrogación e inquiere:

— ¿Y cuál es ese gran descubrimiento?

— Pues que astronómicamente ha quedado demostrado cómo se hizo el Universo—

—Mire, dice la flemática mujer de Einstein: Alberto no está, anda en su caminata habitual. Le daré su recado, pero le adelanto que eso que usted dice, Alberto lo hace todos los días en las servilletas de la cocina.

SU MUERTE

Cuando Hubble murió de un ataque al corazón, por razones desconocidas y si se quiere, hasta misteriosas, la esposa del virtuoso no quiso celebrar ningún funeral ni tampoco decir, ni explicar donde descansaban los restos mortales del astrónomo.

Es decir, medio siglo después no se conoce lugar, cementerio, cripta o patio trasero que contenga los restos de esta especie de Apolo terrenal.

No importa. Cual Narciso posmoderno, puedes mirar al cielo y ver, allí, inmortalizado en el espejo galáctico, renacer en ese monumento ó mausoleo funerario sideral, llamado, en su nombre, Telescopio Espacial Hubble.

Desde esta micro parcela de Universo que se expande de manera poco virtuosa, pero chocante, os saluda

elperplejo@astronomos.org
Sociedad Astronómica del Planetario Alfa
Revista Polaris de la SAPA
www.astronomos.org
15 de febrero de 2005

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
* Ganten, Detlev, Vida, Naturaleza y Ciencia , Santillana, 2004
* Ferris, Timothy, La Aventura del Universo, Grijalbo, 1990
* Atkins, Peters, Las Diez Grandes Ideas de la Ciencia, Espasa, 2003
* Bryson, Bill, Una Breve Historia de Casi Todo, Océano, 2003
* Asimov, Isaac, Introducción a la Ciencia,